Reflexión del evangelio del Domingo XVIII, del ciclo “C”, del tiempo ordinario o durante el año.

(30/07/16) Evangelio según San Lucas, 12, 13-21.

 Uno de la multitud le dijo:“Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia”. Jesús le respondió:“Amigo, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre ustedes?”. Después les dijo: “Cuídense de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas”. Les dijo entonces una parábola: “Había un hombre rico, cuyas tierras habían producido mucho, y se preguntaba a sí mismo: “¿Qué voy a hacer? No tengo dónde guardar mi cosecha”. Después pensó: “Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, construiré otros más grandes y amontonaré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y date buena vida”. Pero Dios le dijo:“Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?”. Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios”.

Jesús distingue entre ser y tener. Nos advierte el peligro para la vida del hombre que tiene la avaricia, como pecado capital, y que convierte al hombre en un ser obsesionado por hacer riquezas materiales, en este mundo que es pasajero, y en el que no puede darse la perfecta felicidad. Las riquezas son un bien relativo al cuerpo, y necesarias para la conservación de la vida, pero no constituyen el fin último del hombre, ni mucho menos la bienaventuranza final. El cuerpo está por el alma, enseña Santo Tomás de Aquino. Y San Agustín de Hipona recuerda que el alma unida al cuerpo es aquello por lo cual el cuerpo tiene vida y se mueve de un lugar a otro. Pero sencillamente el hecho de tener alma unida al cuerpo no hace necesariamente al hombre sabio, ni piadoso, ni justo. La sabiduría, la piedad y la justicia derivan al alma si ella está unida a Dios, suprema sabiduría piedad y justicia. La unión con Dios es la suprema riqueza del alma, y ella nos ha sido otorgada y restaurada por Cristo. Quien me ama guardará mi palabra y el Padre y Yo vendremos a él y haremos morada en él.
La imitación de Cristo nos dice también que no hay mayor riqueza que la de tener a Cristo en el corazón. Los bienes externos son pasajeros, incluso la amistad humana es falible, en cambio Cristo es inmutable y permanece para siempre porque Él es Dios. El bautismo cristiano es el sacramento que además de configurarnos con Cristo en su muerte y resurrección, nos ha unido íntimamente a Dios, haciéndonos partícipes de la naturaleza divina, como dice la epístola primera de San Pedro. Es cierto que quien ha sido bautizado y guarda los mandamientos de Dios, es la misma Trinidad divina la que mora en su alma. Al Espíritu Santo se le apropia la santificación del hombre, y Él actúa por medio de los sacramentos. Si después del bautismo, tuviéremos la desdicha de caer en pecado mortal, la segunda tabla de la salvación es y será el sacramento del perdón y de la reconciliación con Dios que se da en la confesión con el sacerdote católico. Cuando él absuelve es Cristo el que absuelve, y ello significará que Dios borra el pecado del hombre, que está profundamente arrepentido y tiene propósito de enmienda, y vuelve a hacer morada en él. Es decir que si el cuerpo vive por el alma, el alma vive por Dios. El alma vive para Dios, ya que Él es el último fin del hombre; y no hay otros bienes que puedan substituirlo, ni en esta vida ni en la otra. De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si se pierde su alma. Y el alma se pierde si primero lo ha perdido a Dios. Dios ha venido al hombre, haciéndose hombre en Cristo, y por Él y en Él nos ha dado la posibilidad de unirnos a Él. Ello se da por la vida de la gracia, que recibimos por los sacramentos de la Iglesia. Ella es el Reino de Dios comenzado en la tierra. Quien solo a Dios tiene nada le falta solo Dios basta, como dijera Santa Teresa de Jesús.

Pbro. José Augusto D´Andrea

Capellán Castrense