(14/08/16)
Evangelio según San Lucas 12, 49-53:
En aquel tiempo
Jesús dijo: “Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que
ya estuviera encendido! Tengo que recibir un bautismo, ¡y qué angustia siento
hasta que esto se cumpla plenamente! ¿Piensan ustedes que he venido a traer la
paz a la tierra? No, les digo que he venido a traer la división. De ahora en
adelante, cinco miembros de una familia estarán divididos, tres contra dos y
dos contra tres: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre
contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera
contra la suegra”.
Es el don del Espíritu Santo, el fuego que
Jesús ha venido a encender en la tierra, en los corazones de los hombres que
con fe acepten su mensaje. Es también un fuego purificador del pecado el que
Jesús ha encendido en la cruz de su Pasión. Y con ello ha también traído la
división. Como lo ha expresado San Agustín de Hipona en su magistral obra: “La
Ciudad de Dios”: dos amores construyeron dos ciudades: el amor de Dios hasta el
desprecio de sí, la Ciudad de Dios, en cambio, el amor de sí mismo hasta el
desprecio de Dios, la ciudad del mundo o Babilonia. A partir de Cristo, la
historia de la humanidad estará marcada por esta división que podemos también
contemplar hoy mismo. El que no está conmigo está contra mí, y el que conmigo
no recoge desparrama, ha dicho Jesús en otro lugar del evangelio. Y en ello
radica la llamada pretensión de Jesús: el que ama a su padre o a su madre más
que a mí no es digno de mí. Por supuesto que solamente quien sea Dios puede
reclamar dicha pretensión. Es también otra manera de decirnos que Él es Dios
hecho hombre.
Ahora bien, esta
tensión que especialmente la sufrían los hombres de Dios ya estaba presente en
el Antiguo Testamento, donde vemos los modos de persecución que ellos
padecieron por parte del mundo enemigo de Dios; así tanto Moisés en su momento
como el profeta Jeremías, habían sido perseguidos por sus propios hermanos
israelitas.
En resumidas cuentas podemos constatar lo
siguiente: cuando el hombre afirma su fe en Dios, esa civilización estará
construida a favor del hombre; en cambio si el hombre se afirma a sí mismo
prescindiendo de Dios, terminará por abolir al hombre. Cuando el hombre no
reconoce a Dios, entonces pierde la justicia y la virtud, con la razón que le
hace ver en el prójimo un hermano que siendo creado a imagen y semejanza de
Dios merece un valor sagrado. Negado Dios se niega el hombre. Pidamos que
vuelva a encenderse en los corazones la llama de la fe en Cristo, que nos trae
su Reino, el Reino de Dios, el Reino de la Verdad, la Paz, el Amor y la
Justicia.
Pbro. José Augusto D´Andrea
Capellán Castrense
Capellán Castrense