(28/08/16) Evangelio según San Lucas 14, 1. 7-14.
Un sábado, Jesús entró a comer en casa
de uno de los principales fariseos. Ellos lo observaban atentamente. Y al notar
como los invitados buscaban los primeros puestos, les dijo esta parábola: “Si
te invitan a un banquete de bodas, no te coloques en el primer lugar, porque
puede sucederte que haya sido invitada otra persona más importante que tú, y
cuando llegue el que los invitó a los dos, tenga que decirte: “Déjale el
sitio”, y así, lleno de vergüenza, tengas que ponerte en el último lugar. Al
contrario, cuando te inviten, ve a colocarte en el último sitio, de manera que
cuando llegue el que te invitó, te diga:
“Amigo, acércate más”, y así quedarás bien delante de todos los invitados.
Porque todo el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será
ensalzado”. Después dijo al que lo había invitado: “Cuando des un almuerzo o
una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a
tus vecinos ricos, no sea que ellos te inviten a su vez, y así tengas tu
recompensa. Al contrario, cuando des un banquete, invita a los pobres, a los
lisiados, a los paralíticos, a los ciegos. ¡Feliz de ti, porque ellos no tienen
cómo retribuirte, y así tendrás tu recompensa en la resurrección de los
justos!”.
Con
esta parábola y recomendación Jesús quiere enseñarnos dos virtudes
fundamentales para la vida cristiana y el cristianismo: La humildad y la
caridad. No por nada, San Benito en su regla de monjes escribe los doce grados
de humildad. Allí se ve la importancia que le daban para la vida monástica y
para todo cristiano bautizado. En principio hay que decir que el primer grado
de humildad es fundamental para salvarse, ya que implica el temor de Dios como
principio de la sabiduría. Es el grado de humildad que rechaza el pecado, por
la obediencia que conlleva a la palabra de Dios, especialmente a los
mandamientos. San Benito sostiene que no solamente Dios nos ve siempre en
nuestros actos, aún los más íntimos; sino que además los ángeles que nos
asisten ven lo que hacemos y se lo reportan a Dios. También sostiene algo que
hoy está como pasado de moda, en la misma vida de la Iglesia, y ello es el
temor a las penas del infierno. Hay que aclarar que en principio hay que
afirmar que el temor de Dios es bueno, aún inclusive el temor servil, porque
nos aleja del pecado que es el verdadero mal que nos separa de Dios. Sin duda
que es mejor el temor filial, en el cual, porque lo amamos a Dios, tenemos
miedo de ofenderle. Pero la virtud de la humildad consiste en abajarse hasta el
humus, de ahí deriva su nombre, para reconocer que todo lo bueno que somos o
tenemos lo recibimos de Dios, y que nada somos por nosotros mismos. El pecado
es incluso un índice de que hemos sido creados de la nada. Se cuenta de Santa
Catalina de Siena que el Señor, apareciéndosele le decía: “Yo soy el que soy y
tú eres la que no eres”. La humildad nos lleva a la fe y a la obediencia de
quienes sean nuestros legítimos superiores. En una oportunidad, alguien leía la
lista de los llamados derechos humanos y al leer acerca del derecho a la libertad
de pensamiento y opinión comentaba diciendo que eso quería decir que nadie le
podía enseñar lo que ella tenía que creer o pensar. Sin duda que esto no es
así, ya que comenzando por sus propios padres, ellos si tiene derecho de
enseñarnos y los hijos el deber de aprender. En todo caso, el derecho a la
libertad de pensamiento consiste más bien en la libertad de toda coacción
violenta para pensar esto o aquello, pero no la de ser enseñados por nuestros
legítimos maestros para la vida. Toda persona constituida en autoridad merece
el respeto y la atención, especialmente los padres, la escuela con sus
maestros, la Iglesia con el sacerdote y o el catequista que me enseña lo que
debo creer y vivir. La verdad y el bien tienen derecho nunca el error o el mal.
Bueno, pues es la virtud de la humildad, la que nos hace obedecer a los
superiores, comenzando por el mismo Dios supremo maestro. Finalmente el
evangelio nos enseña a imitar a Dios en el amor desinteresado del prójimo y a
buscar la recompensa del cielo en la resurrección al fin de los tiempos.
Debemos creer que Dios es remunerador, es decir que va a premiar a los buenos y a castigar a los malos con justicia.
San Agustín decía: “porque Dios es bueno, da bienes a los malos (para que se
conviertan en esta vida), porque Dios es justo da bienes a los buenos (para que
sigan siendo buenos), Porque Dios es bueno y justo dará (en la vida futura) el
bien a los buenos, y porque Dios no es cruel, no dará el mal a los buenos”.
Pbro. José D´Andrea
Capellán Castrense
Pbro. José D´Andrea
Capellán Castrense