Reflexión del Evangelio del Domingo III de Adviento



10 de diciembre 2016. Evangelio según San Mateo 11, 2-11.
Juan el Bautista oyó hablar en la cárcel de las obras de Cristo, y mandó a dos de sus discípulos para preguntarle: “¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?”. Jesús les respondió: “Vayan a contar a Juan lo que ustedes oyen y ven: los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres. ¡Y feliz aquel para quien yo no sea motivo de escándalo!”. Mientras los enviados de Juan se retiraban, Jesús empezó a hablar de él a la multitud, diciendo: “¿Qué fueron a ver al desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué fueron a ver? ¿Un hombre vestido con refinamiento? Los que se visten de esa manera viven en los palacios de los reyes. ¿Qué fueron a ver entonces? ¿Un profeta? Les aseguro que sí, y más que un profeta. Él es aquel de quien está escrito: “Yo envío a mí mensajero delante de ti, para prepararte el camino”. Les aseguro que no ha nacido ningún hombre más grande que Juan el Bautista; y sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él.

La fe es de cosas oscuras, no las vemos. Juan en la cárcel recibe noticias acerca de Jesús que no cuadran con su imagen de Mesías, más agresivo y violento para instaurar el Reino de Dios. Es por eso, que sin dudar de su mesianismo, le manda preguntar, como si diríamos: ¿cómo puede ser esto así? Entonces Jesús manda su respuesta, basada en los oráculos de los profetas. Las antiguas profecías no están reñidas con un Mesías manso y humilde que instaura el Reino de Dios con suavidad y delicadeza. Dios no viene a imponer su Reinado por la fuerza sino que invita al hombre a aceptarlo con libertad de espíritu. En una palabra, no querrá esclavos en el Cielo sino hombres libres. Incluso los que no lo acepten y se pierdan, no solo estarán bajo la justicia de Dios, sino bajo su misericordia, en el sentido de que Dios no va a obligar por la fuerza de su poder a que estén con Él aquellos que no lo han elegido. El trabajo de los elegidos consistirá en poner toda su libertad para procurarse una vida de santidad que finalmente merezca el Cielo. Juan el Bautista es sin duda el profeta más grande nacido de mujer, ya que así lo refiere Cristo; pero los tiempos de Dios son totalmente distintos. La época de la Nueva Alianza, y por lo tanto la del llamado por Jesús y San Mateo el Reino de los Cielos trasciende con mucho la época del Antiguo Testamento y del antiguo Israel. Por la encarnación redentora del Hijo de Dios han llegado los tiempos de la Iglesia; y cada miembro de la misma está en una condición miles de veces superior, para alcanzar la salvación, que la que se encontraban los hombres antes de su venida. Aquello había sido sólo una preparación del Evangelio. En Israel la Sagrada Escritura con la Ley de Moisés, y en el mundo pagano tanto el mito como la filosofía habían servido de preparación. Pero la Ley del Nuevo Testamento es la Gracia. Es decir una participación de la Divina Naturaleza que hace posible la santidad del hombre por el don increado del Espíritu Santo, que antes no se daba. Y ello como arras y garantía del Cielo futuro que aguarda a los que se salvan por ello. Si bien todavía caminamos en la oscuridad de la fe y no en la visión, sin embargo caminamos en la gracia, y en el Espíritu. Toda la vida cristiana consistirá en caminar hacia Dios Padre, por medio del Hijo, en el Espíritu Santo. Tanto la revelación de Dios como la salvación del hombre se realizan de un modo trinitario; porque Dios es trinidad y el hombre ha sido creado a imagen de la Santísima Trinidad. Por eso precisamente goza de inteligencia y voluntad. El hombre es una imagen imperfecta por ser criatura, en cambio en Dios hay quien es imagen perfecta del Padre por su divinidad y ese es el Hijo de Dios. Él tomó la humanidad, unió su perfecta imagen con la imperfecta creada, para salvarnos del pecado y de la muerte.

Pbro. José D´ Andrea
Capellán Castrense