Seminario de Temas Teológicos. Parte 4: "Dios y el Problema del Mal"











07 de enero 2017. Seminario de Aspectos Teológicos dictados por el Pbro. Oscar Ángel Naef, Director de la Residencia Universitaria San José en el ciclo de extensión cultural de la Fundación Universitaria San José. Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
                                   

                                   DIOS Y EL PROBLEMA DEL MAL                                  


Bloque 4. DIOS Y EL PROBLEMA DEL MAL
4.1) Aspectos fenomenológicos del mal.
4.2) Existencia y naturaleza del mal.
4.2) Situación del hombre frente al mal y el dolor.


LA PROVIDENCIA DE DIOS Y EL PROBLEMA DEL MAL

ROYO MARIN, “Dios y su obra”, BAC.
(presentación acotada)
6o8. Uno de los problemas más angustiosos que puede plantearse la inteligencia humana en torno a la providencia y gobierno de Dios sobre todas sus criaturas, es la existencia del mal en el mundo, en su doble aspecto físico y moral.
Es un hecho indiscutible que en el mundo existe, en proporciones aterradoras, el mal moral, o sea, toda clase de crímenes y de desórdenes. Y en no menor proporción existe también el mal físico, o sea, toda clase de dolores y sufrimientos. El mal moral recibe en teología el nombre de mal de culpa; y al mal físico se le denomina mal de pena o de castigo.
Ahora bien: ¿Cómo puede compaginarse la bondad de Dios, que todo lo gobierna con su providencia, y la existencia de ambos males en el mundo?
Escuchemos a uno de los teólogos modernos que han estudiado más a fondo esta cuestión, planteando admirablemente el problema angustioso del dolor (1):
«Ante esta terrible realidad del dolor, que responde de manera tan desconcertante a nuestro ardiente deseo de felicidad, nos sentimos profundamente turbados y nos preguntamos en medio de una angustia que va creciendo con los años y la experiencia: «El deseo de la felicidad que se agita y nos guía en cada una de nuestras acciones, ¿tiene o no un fundamento real? La vida, ¿merece o no merece ser vivida? Nuestras luchas, ¿son estériles ó fecundas? ¿Podemos pedir la fuerza y el coraje a la sonrisa de la esperanza, o debemos abandonarnos, desalentados, en brazos de la desesperación?
Y no solamente desde este punto de vista psicológico-moral se impone a nuestra consideración el hecho del dolor humano. Su importancia es igualmente grande desde el punto de vista religioso. En efecto, si, como afirman los creyentes, existe un Ser sapientísimo que ha ordenado todas las cosas del modo más perfecto, ¿cómo se explica el dolor, que lleva el desorden a la parte más noble del mundo creado, esto es, al mundo humano? Si existe un Ser sumamente bueno, que ama con el amor más tierno a todas sus criaturas, ¿cómo e explica el dolor que martiriza y tortura sin descanso las almas y los cuerpos? Si existe un Ser santo y justo, que ha prometido las más bellas recompensas a cuantos observen sus leyes y ha amenazado con los más severos castigos a cuantos las infrinjan, ¿cómo se explica que el dolor recaiga y maltrate sin distinción a los buenos y a los malos, a los creyentes y a los impíos? ¿Por qué, incluso, parece escoger con preferencia sus víctimas entre las almas más honestas y religiosas?
El problema del dolor crece todavía en importancia y se ilumina con una luz del todo nueva cuando se le considera desde el punto de vista sobrenatural del cristianismo. Cuando más se enaltecía al gozo, la voz pura de Jesús proclamaba con solemne autoridad: Bienaventurados los que lloran (Mt 5,3). Mientras los hombres buscaban con mayor avidez los placeres, Jesús no se cansaba de repetir: El que quiera venir en pos de Mi, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame (Mt 16,24). Y las enseñanzas de su palabra eran confirmadas con su ejemplo, pues su vida, encerrada entre los confines de la pobre gruta de Belén y la desolada cima del Gólgota, fue toda ella una apoteosis de dolor.
Ahora bien, este misterio de un Dios crucificado, que ya e tiempo de San Pablo constituía un «escándalo para los judíos y una locura para los gentiles» (I Cor 1,23), continúa siendo todavía hoy, después de veinte siglos de vida cristiana, terriblemente duro para los idólatras del placer y para los esclavos de la sensualidad, que, llamando necios y locos a los discípulos de la Víctima voluntaria del Calvario, maldicen a la religión del dolor e increpan al árbol de la cruz como al más tétrico de los árboles (2).
Por todo ello, el problema del dolor, tanto desde el punto de vista psicológico-moral, como desde el de la religión natural, como desde el de la religión cristiana, aparece rodeado de una importancia vital suma. Su relación estrechísima con nuestras más íntimas aspiraciones, convicciones y creencias hacen que el problema del dolor sea el problema central de la vida y del pensamiento”.
Vamos, pues, a examinar con la mayor amplitud que nos permite el marco de nuestra obra este pavoroso problema del mal ...

ARTÍCULO 1

FILOSOFÍA DEL MAL

Santo Tomás trató expresamente varias veces del problema del mal, señalando su naturaleza y sus causas (3). En sus obras se encuentra la más alta filosofía del mal que la razón humana, ilumina da por la fe, ha sabido presentar hasta hoy. Un resumen de sus principales conclusiones es lo que vamos a ofrecer al lector en este primer apartado de nuestro estudio (4).
609. I. Naturaleza del mal. El mal se opone al bien, y el bien coincide con el ser. Por consiguiente, el mal no tiene perfección ni ser. No es una realidad natural ni algo positivo; pero tampoco es una simple negación, un simple no-ser, sino una verdadera privación, o sea, la ausencia de una cualidad o perfección en un ser que debería naturalmente poseerla. Que el hombre no tenga alas para volar no es ningún mal; es una simple negación de una cualidad que la naturaleza humana no reclama en modo alguno; pero que un hombre sea ciego o no tenga ojos es un verdadero mal físico puesto que el hombre debe naturalmente tener ojos para ver.
El mal es, pues, una negación privativa en el seno de una substancia que le sirve de soporte. No tiene, por lo mismo, razón alguna de apetibilidad, como no la tiene ni puede tenerla el no-ser. Nadie desea ni puede desear la nada: sería absurdo y contradictorio.
610. 2. Existencia. Del hecho de que el mal no es en modo alguno una esencia ni una realidad no se puede concluir que no existe. Todo es cuestión de precisar el verdadero alcance de la palabra ser.
La palabra ser, en efecto, puede tener una doble acepción:
a) Puede designar la realidad positiva, o sea, la entidad de una cosa; y, en este sentido, el ser se identifica con la cosa misma. De este primer modo ninguna privación es ser, y, por tanto, tampoco lo es el mal.
b) Puede significar también la verdad de una proposición, que consiste en la unión de un predicado y un sujeto mediante la palabra es. Este es el ser con que se responde a la pregunta: si es o no es, como al decir que un hombre es bueno o no es malo. Y de este segundo modo llamamos también ente o ser al mal.
Por no atender a este doble sentido en que puede tomarse la palabra ser, hubo algunos que al oír que algunas cosas son malas, o que el mal está en las cosas, creyeron que el mal era una naturaleza positiva y real, cuando en realidad no es otra cosa que una mera privación.
611. 3. Relaciones entre el bien y el mal. El mal es una privación, esto es, una negación en el seno de una substancia. No podría, por tanto, existir el mal sin la existencia de alguna substancia en el seno de la cual pueda establecerse la privación (v.gr., no podría existir un hombre ciego si no existiera el hombre al que pueda afectar la ceguera). Ahora bien: esa substancia a la que puede afectar el mal es un ser y, por tanto, un bien, ya que el ser y el bien coinciden y se identifican trascendentalmente entre sí. No hay ni puede haber un solo ser que no sea bueno en cuanto ser (los mismos demonios y condenados del infierno son buenos en cuanto seres, o en cuanto demonios o condenados). De aquí proviene la necesidad de determinar con precisión las relaciones existentes entre el bien y el mal. Vamos a hacerlo a continuación al estudiar el sujeto, la extensión y la causa del mal.
612. 4. Sujeto del mal. El no-ser, en el sentido puramente negativo, no exige un sujeto real y positivo (la nada no exige estar en ninguna parte); pero la negación privativa, que es en lo que consiste el mal, se define por el contrario, negación en el sujeto; porque sin un sujeto a quien afecte no podría existir la privación, como ya vimos. Es, pues, preciso señalar el sujeto del mal.
Ahora bien: un sujeto es necesariamente un ser, en potencia o en acto. Luego es necesariamente un bien, ya que el ser y el bien se identifican entre sí.
Por consiguiente, el sujeto del mal, o sea, su verdadero y único soporte, es, hablando en general, el bien.
Pero no el bien opuesto o contrario al mal (ya que dos contrarios—blanco y negro—no caben en un mismo sujeto), sino otro bien. El sujeto de la ceguera no es la visión—de la cual es ella privación—, sino el hombre o animal ciego.
El sujeto del mal, hablando en especial, puede ser o la substancia misma (v.gr., el hombre), o la operación de esa substancia (v.gr., las acciones del hombre). Afecta a la substancia cuando la priva de un bien que podría y debería tener (v.gr., la ceguera en el hombre); se refiere a la acción cuando le falta la medida y el orden requerido (v.gr., un pecado cualquiera).
613. 5. Extensión del mal. El mal no puede destruir totalmente el bien. Para comprender esto debemos considerar que hay tres clases de bienes:
a) Uno, que se suprime totalmente por el mal, y este tal es el bien que se opone directamente a ese mal; v.gr., la luz es suprimida totalmente por las tinieblas, y la visión por la ceguera.
b) Otro, que no es suprimido ni siquiera disminuido por el mal, y éste es el bien del sujeto del mal; v.gr., la substancia del aire no se suprime ni disminuye con las tinieblas al hacerse sujeto de la oscuridad; ni el hombre se destruye ni disminuye al quedarse ciego.
c) Otro, finalmente, que se disminuye ciertamente por el mal, pero sin llegar a destruirse por completo, y este bien es la capacidad o aptitud del sujeto para el acto contrario a ese mal; v.gr., a medida que se multiplican los pecados va disminuyendo la aptitud del pecador para la práctica de la virtud; pero no se le suprime del todo, porque esta aptitud va inseparablemente unida a la naturaleza misma del alma.
La disminución de la aptitud para el bien no es cuantitativa o por vía de substracción (como si le fueran quitando al pecador cantidades de humildad a medida que comete pecados de orgullo), sino por vía de atenuación o remisión, como corresponde a las cualidades; o sea, que se trata de una disminución de la intensidad o energia para la práctica de la virtud contraria a ese pecado. Pero nunca puede suprimirse del todo, porque siempre queda en el alma la capacidad radical para el bien: el pecador más envilecido conserva todavía en su alma la capacidad de convertirse en un santo bajo la acción de la gracia de Dios.
Por consiguiente, la relación que se establece entre el mal y el sujeto que le sirve de soporte jamás puede ser tal que llegue a sumir o destruir totalmente el bien; de lo contrario, el mal se consumiría y destruiría a sí mismo al faltarle el sujeto donde radicar. El mal es como el vacío que abre una ventana en la pared: si aumentamos el tamaño de la ventana de tal suerte que destruya por completo la pared, nos quedamos sin pared y sin ventana al mismo tiempo. Por donde se ve claro que el mal absoluto (o sea, sin ningún sujeto bueno donde resida) no existe ni puede existir: se destruiría por completo a sí mismo.
614. 6. Causa del mal. Es necesario afirmar que todo mal ha de tener de algún modo alguna causa. Todo lo que subsiste es cualquier otra cosa como en su sujeto, debe tener, en efecto, alguna causa, ya proceda ésta de los principios del sujeto mismo o ya provenga de alguna causa extrínseca. Pero el mal subsiste en el bien como en su sujeto natural; luego ha de tener necesariamente alguna causa.
Ahora bien: la causa del mal no puede ser más que el bien. El hecho de ser causa no puede convenirle más que al bien, porque nada puede ser causa más que en la medida en que existe; pero todo lo que existe, en tanto que existe (o sea, en tanto que es ser) es forzosamente un bien. Esto aparece con toda claridad examinando en particular cada uno de los cuatro géneros de causas (eficiente, formal, material y final). Vemos—en efecto—que el agente, la forma y el fin implican cierta perfección, que, por lo mismo, tiene carácter de bien; e incluso la materia, en cuanto que está en potencia para el bien, tiene razón de bien.
Que el bien sea, en primer lugar, causa del mal a modo de causa material se deduce claramente del hecho de que el bien es el sujeto del mal, como ya hemos visto. En cuanto a causa formal, el mal no la tiene, porque consiste precisamente en la privación de una forma (v.gr., la ceguera consiste en la privación de la vista). Tampoco tiene causa final, porque el mal es privación del orden al fin debido (v.gr., el pecado es una privación del debido orden al fin último sobrenatural). Y en cuanto a la causa eficiente la tiene ciertamente el mal, pero no directa, sino indirectamente, como vamos a ver.
El bien causa indirectamente el mal al causar un bien al que adhiere un mal, cualquiera que sea, por otra parte, la razón próxima de esta adherencia, ya sea por la deficiencia de la causa principal, o por defecto del instrumento que utiliza, o por indisposición de la materia sobre la que actúa.
Para comprender esto, debe advertirse que el mal es causado de modo distinto en la acción del agente y en el efecto producido por esa acción:
a) En la acción del agente es causado por defecto de alguno de los principios operativos, bien sea de la causa principal o de la instrumental; como, por ejemplo, el defecto en el movimiento de un hombre puede acontecer o por defecto de la virtud motriz (causa principal), como sucede en los niños, o por ineptitud de los miembros (causa instrumental), como sucede en los cojos.
b) En el efecto producido por la acción, el mal proviene unas veces de la misma virtud activa del agente (aunque no en su propio efecto), y otras por defecto del agente mismo o de la materia.
De la virtud activa o perfección del agente procede cuando a la forma intentada por el agente acompaña necesariamente la privación de alguna otra forma, como a la forma del fuego acompaña la privación de la forma del aire o del agua; porque así como cuanto más potente es la fuerza del fuego tanto más perfectamente quema imprimiendo su forma, así también más perfectamente corrompe las formas contrarias; por lo tanto, el mal de la descomposición del aire y del agua dependen de la virtud activa o perfección del fuego. Pero esto ocurre indirecta y accidentalmente, porque el fuego no tiende directamente a privar de la forma al aire o al agua, sino únicamente a introducir su propia forma (o sea, a quemar); pero, al introducir ésta, echa fuera indirectamente la del aire o agua.
Pero, si el defecto se encuentra en el efecto propio del fuego (por ejemplo, si no llega a quemar), esto sucede o por defecto de la acción, que se refunde en el defecto de alguno de sus principios—como ya hemos dicho—, o por indisposición de la materia, que no recibe la acción del fuego (como sucede con la madera mojada). Pero adviértase que esta misma deficiencia en el obrar es algo extraño a la naturaleza del bien, al cual, de suyo, compete obrar con plenitud y perfección.
De todo esto se infiere que el mal sólo indirecta y accidentalmente tiene causa y que, de este modo, la causa del mal es el bien.
615. 7. Finalidad del mal. El mal no puede ser jamás objeto directo de la intención de ningún agente, por muy malo y perverso que éste sea. Porque nadie quiere ni puede querer más que lo que le apetece, y todo lo apetecible tiene razón de bien (real o aparente), a lo cual se opone el mal. El agente puede equivocarse apeteciendo una cosa que a él le parezca un bien (v.gr., el deleite del pecado) aunque en realidad sea un mal; pero jamás podrá apetecer el mal en cuanto mal, porque esto es tan absurdo y contradictorio como si los ojos se empeñaran en oír o el oído quisiera ver. El objeto propio de la voluntad es el bien (real o aparente) y, por lo mismo, le es absolutamente imposible querer alguna cosa bajo la razón de mal.
Sin embargo, el mal puede ser objeto indirecto de la intención. Por ejemplo, cuando el capitán de un barco ordena arrojar las mercancías al mar para aligerar el peso de la nave y salvarla en medio de una horrorosa tempestad, quiere y busca directamente un bien, que es salvar la nave y la vida de los marineros; y quiere también, pero indirectamente (o sea permitiéndolo obligado por la necesidad) el mal de la pérdida de las mercancías.
6i6. 8. División del mal. El mal puede afectar al orden físico o al orden moral.
a) EN EL ORDEN FÍSICO puede acontecer de dos modos: falta de la debida integridad en el ser a quien afecta (v.gr., la falta de piernas o de brazos en un hombre) o por defecto de la operación que realiza ese ser, ya sea porque carece en absoluto de ella (v.gr., la parálisis total en un hombre que debería andar) o ya porque no tiene el orden y modo debidos (v.gr., la cojera en el cojo).
b) EN EL ORDEN MORAL, o sea el relativo a las acciones voluntarias de las criaturas racionales y libres, el mal se divide en mal de culpa, que se produce cuando a la acción voluntaria le falta la debida ordenación al fin señalado por la naturaleza o por el mismo Dios (lo que ocurre en cualquier clase de pecado); y en mal de pena, que es el castigo impuesto directamente por Dios al pecador, ó a través de la naturaleza caída por el pecado de origen. Por donde aparece claro que Dios es el autor del mal de pena (que es un verdadero bien, puesto que restituye el orden de la justicia conculcada), pero de ninguna manera es autor del mal moral, que constituye precisamente el desorden del pecado.

1 CF. P. Angelo Zacchi, OP, Il problema del dolore 7° ed. (Roma 1946) p. 27 – 29.
2 NIETZSCHZ, Anticristo.
3 Véanse, principalmente, los siguientes lugares: Comentario a las Sentencias 1.2 dist.34 y 35; Suma Teológica 1, 48-49; Suma contra gentiles III c. 4-15 y, sobre todo, la cuestión disputada De malo, donde agota exhaustivamente la materia.
4 Cf. VACANT-MANGENOT, Dictionnaire de Théologie Catholique 9,1697-1703, donde podrá ver el lector que lo desee la referencia tomista de cada una de las afirmaciones que vamos a hacer, y que omitimos aquí para no interrumpir la lectura con innumerables llamadas.