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de febrero de 2017. Evangelio según San Mateo 5, 13-16.
Jesús dijo a sus discípulos: “Ustedes
son la sal de la tierra. Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la volverá
a salar? Ya no sirve para nada, sino para ser tirada y pisada por los hombres.
Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima
de una montaña. Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino
que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos lo que están en la
casa. Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes,
a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el
cielo”.
La
sal se utilizaba para preservar incorruptos los alimentos, así como también
para darles sabor, en la antigüedad. Se la empleaba en el templo de Jerusalén
para preservar la carne de los sacrificios. Aquí Jesús parece emplearla como
imagen de su doctrina y de la vida cristiana que debe guardarse en sintonía con
ella. Los Apóstoles están destinados por Jesús para enseñar su doctrina al
mundo y para ser un ejemplo de vida. Así como también la sal produce escozor,
de la misma manera la doctrina y la vida de los apóstoles causará rechazo en el
mundo que vive lejos de Dios. Al mundo le quedarán como posibles sólo dos
actitudes: el asombro y la admiración que le llevará a la conversión; o el
rechazo y por lo tanto la persecución que hará contra el cristianismo y la
Iglesia como Reino de Dios. Todo discípulo de Cristo, por el bautismo está
llamado a ser sal. Si la sal se desvirtúa porque es mojada, y pierde sus
características para preservar y dar gusto, entonces solo queda tirarla a la
basura, ya que no sirve para nada. De la misma manera, si el hombre devenido
cristiano, en lugar de tener su cabeza y su corazón fijos en el cielo, se deja
alejar del Bien último, por poner su preocupación en los bienes temporales y
las ventajas de este mundo, deja de ser modelo de vida. En cambio, aquél que
mantiene su corazón en el Bien espiritual que es inamisible y padece la pérdida
de lo temporal sin perder por ello la paz, ese es verdadero modelo de vida
cristiana. Lo mismo sucede con la luz. Se la suele poner en el candelero para
no limitar su llegada. Si en cambio se la pone debajo de un cajón su intensidad
quedará limitada por las paredes del mismo cajón y no dará su luz. Lo mismo
sucederá con el cristianismo, si éste es mal vivido. Su doctrina quedará
mermada por el mal ejemplo, y raramente atraerá a otros hombres a comprenderlo
y vivirlo. Es por eso que se nos exige la santidad y la perfección como norma
de vida, para que la luz del evangelio llegue así de modo más eficaz a todos
los hombres. El tercer ejemplo es el de la ciudad situada en la cima de la
montaña. Se puede pensar que esa es la Ciudad de Dios, es decir la Iglesia.
Como decía y escribía San Agustín: dos amores construyeron dos ciudades, el
amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la ciudad del mundo o Babilonia,
en cambio el amor a Dios hasta el desprecio de uno mismo, la Ciudad de Dios.
También decía, el mismo Santo, que él no necesitaba milagros para creer, porque
para él, el mayor milagro fue que todo el mundo pagano de la antigüedad se
convirtiera al cristianismo; ya que ello implicaba que habían renunciado a los
placeres de la carne para abrazar la cruz y las virtudes de la vida cristiana,
y para él ese era el mayor milagro. Sin duda que la luz de Cristo, de su
Iglesia, de su santidad a través de la vida de sus santos, iluminó al mundo
durante muchos siglos, subiéndolo a alturas insospechadas en el ámbito vital,
cultural y social. Ya va siendo hora que este mundo moderno, en lugar de
instilarnos sus errores, se vaya dejando iluminar una vez más por Cristo, luz
del mundo.
Pbro.
José D´Andrea
Capellán
Castrense