18
de junio de 2017.Evangelio según San Juan 6, 51-58.
Jesús dijo a los judíos:
“Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá
eternamente, y el pan que Yo daré es mi carne para la Vida del mundo”. Los
judíos discutían entre sí, diciendo: “¿Cómo este hombre puede darnos a comer su
carne?” Jesús les respondió: “Les aseguro que si no comen la carne del Hijo del
hombre y no beben su sangre, no tendrán Vida en ustedes. El que come mi carne y
bebe mi sangre tiene Vida eterna, y Yo lo resucitaré en el último día. Porque
mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come
mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y Yo en él. Así como Yo, que he sido
enviado por el Padre que tiene Vida, vivo por el Padre, de la misma manera, el
que me come vivirá por mí. Éste es el pan bajado del cielo; no como el que
comieron sus padres y murieron. El que coma de este pan vivirá eternamente”.
Como
el antiguo Israel, la Iglesia está formada por seres humanos que vamos
peregrinando por este mundo, así como Israel peregrinaba por el desierto. El
Señor probó a su Pueblo en el desierto, lo afligió, le hizo pasar por
penalidades serias y así lo humilló hasta el punto de que todo ello
constituyera una pedagogía que enseñara a Israel la noción que para sobrevivir
necesitaba de la asistencia divina. Especialmente necesitaba ser alimentado, y
Dios les concedió el maná, para enseñarles que no solo de pan vive el hombre,
sino de toda palabra que sale de la boca de Dios. Israel tuvo que hacer un acto
de fe en la palabra-promesa de Dios, que siempre habría de cumplirse, y se
alimentó de esa palabra y de ese pan que cayó del cielo enviado por el Señor.
Ya en el Nuevo Testamento Cristo es más categórico todavía y nos dice que
debemos alimentarnos comiendo su carne y bebiendo su sangre, para tener
verdadera Vida en nosotros. Dios, por su sacrificio en la cruz y por el
sacramento del bautismo, nos ha devuelto la vida de la gracia de Dios, que Adán
había perdido cometiendo el pecado original. Pero esa vida que ahora llevamos,
lo hacemos también como peregrinos y caminantes por esta vida, y es por ello
que es una vida que también necesita ser alimentada; y como se trata de vida
cristiana, ella debe ser alimentada por el mismo Cristo. Él ha encontrado
también la sapientísima forma de quedarse con nosotros como alimento. En la
Última Cena convirtió el pan en su Cuerpo, y el vino en su Sangre, y concedió a
los Apóstoles su sacerdocio divino para que pudieran hacer lo mismo que Él
había hecho allí. Y así su sacerdocio se transmite por la ordenación sacerdotal
hasta el último hombre que Él quiera llamar y cada uno de esos sacerdotes, que
participan del único sacerdocio de Cristo,
hace presente en el altar el misterio de su Cuerpo y de su Sangre que
contienen la presencia real de Cristo bajo los velos de los accidentes del pan
y del vino. Es por eso que los cristianos participamos de su banquete
eucarístico cada Domingo del año; y también lo adoramos presente en la sagrada
eucaristía. En el siglo XIII surgió la fiesta del Corpus Christi, por la cual
se lleva procesionalmente por las calles de nuestras ciudades y barrios la
sagrada forma, para que ella convierta los corazones de los hombres y llene a
toda la sociedad con sus benéficos rayos de gracia divina. Al gran doctor de la
Iglesia, santo Tomás de Aquino, le fue encomendado escribir los himnos del
oficio divino y la secuencia de la misa de este día. Luego se supo que en su
vida de oración, se le apareció el mismo Cristo y le dijo: “Bien has escrito de
mí Tomás, ¿qué quieres que te conceda por ello?”. A lo cual el santo doctor le
respondió: “Señor tu sabes que solo te quiero a Ti”. Y esa debería ser nuestra
mayor ambición, querer tener a Dios en nuestro corazón.
Pbro. José D´Andrea
Capellán Castrense