(01/07/16)
Homilía pronunciada por el Capellán Mayor del Ejército, Pbro. Oscar Ángel Naef
en el Edificio Libertador ante el Estado Mayor General del Ejército Argentino.
En
esta celebración unimos nuestras voces y nuestros corazones en la oración de
acción de gracias en el Bicentenario de la Independencia nacional. Este
acontecimiento que nos habla de nuestra historia como comunidad y también
nuestras historias personales de hombres y mujeres que fueron capaces de llevar
a cada rincón del suelo patrio el grito de independencia; y que también hoy son
artífices de que aquella declaración no haya quedado en los papeles, sino que
nos permita enarbolar la bandera cada día en la vida ciudadana.
Han
pasado ya doscientos años de aquél alumbramiento y los festejos nacionales nos
llaman a la reflexión y el compromiso. A una lectura de la historia que nos
haga comprendernos como comunidad humana con un destino común. Si la cultura es
aquello por lo cual el hombre se hace más humano en cuanto hombre; la cultura
nacional marcada por nuestros orígenes y nuestro destino común es lo que nos
hace más argentinos en cuanto argentinos. El divorcio con nuestros orígenes y
nuestro destino común ha sido y será siempre disolvente de nuestra comunidad
nacional.
En
estos días me parece innegable, y está a la vista de todos, que muchos círculos
de pensamiento que se dicen progresistas, incluso dentro de las Fuerzas
Armadas, comparten hoy la formulación disolvente de que nuestros orígenes
hispano-católicos no significan ya nada para el pensamiento; y que el contexto
del mundo presente está cerrado en sí mismo, y sus códigos de interpretación
por el camino del progreso ya no se asientan sobre el hombre como ser histórico
y su creador, sino que el presente se reduce a consensos que cierran etapas
para abrir otras.
Esos
consensos sin los valores de nuestra tradición, reservado a unos pocos con
poder, se convierten, al modo de decir de San Juan Pablo II, en una terrible
dictadura de los poderes económicos y políticos, que buscan como sustento de
sus leyes sólo el valor irrestricto y absoluto del libre mercado, postergando
y, en algunos casos suprimiendo, la dignidad del hombre puesta por Dios para
que en cada comunidad de las naciones sus miembros encuentren lo necesario para
cumplir con la vocación a la cual son llamados por el creador y dueño de la
historia, el Señor que sepultó la muerte y el pecado con su muerte y
resurrección.
Será
por eso que el Evangelio que hoy hemos leído nos recuerda: “¿Y para quién será
lo que has amontonado?” No digamos, entonces, con nuestras conductas “Alma mía,
tienes bienes almacenados para muchos años... porque vas a morir”.
Los
argentinos, herederos de la más pura tradición hispana, hemos aprendido a
convivir como hermanos a la luz del Evangelio, hemos aprendido a integrar a
todo hombre que quiera venir a vivir en este suelo patrio, no importando su
raza o su credo. Y cuando la corrupción de la política nos ha invadido, hemos visto
desintegrarse nuestra vida ciudadana y llenar de sangre los días de nuestra
historia. ¿O no hemos tenido que soportar que se instale entre nosotros un
conflicto que no nos pertenece sufriendo dos atentados todavía impunes contra la comunidad de nuestros
conciudadanos judíos? Valga esta mención para ilustrar la distancia que existe
con la hermandad con la cual se ha recibido en la República a esa querida
comunidad.
La
celebración del Bicentenario debe de encontrarnos con el ama inquieta por el
deseo de renovar nuestra democracia y sus instituciones con los valores de
siempre que ha hecho grande nuestra querida Argentina. Con aquellos valores que
como nos recuerda el Papa Francisco, se encuentran en lo profundo del corazón
del pueblo y que consolidan nuestra identidad y hacen posible la Independencia
del mañana.
Que la Virgen Santísima de Luján, patrona de
nuestra patria, nos ilumine para celebrar con verdadero espíritu de fraternidad
ciudadana la fiesta de todos los argentinos. Amén