“Y refiriéndose a
algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo
también esta parábola: “Dos hombres subieron al Templo para orar;
uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba así:
“Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres,
que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese
publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de
todas mis entradas”. En cambio el publicano, manteniéndose a
distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino
que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Dios mío, ten piedad de mí,
que soy un pecador!”. Les aseguro que este último volvió a su
casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza
será humillado y el que se humilla será ensalzado”.
Para que la oración
llegue a Dios y sea escuchada debe ser humilde, confiada y
perseverante. Todos sabemos que la soberbia es el pecado capital que
atenta contra la virtud de la humildad. Y la humildad consiste en
inclinarse hacia el humus, es decir la tierra. El hombre debe
reconocer su nada ante Dios, el hecho de que es criatura hecha de la
tierra, del barro que Dios tomó para formarlo. Todos los bienes
provienen de Dios, cosa que también debe reconocer, incluido el bien
obrar. Incluso sabemos también los creyentes que lo verdaderamente
propio del hombre es el pecado, y ello es una prueba de que hemos
sido hechos de la nada. Cristo es quien ha venido a darnos la gracia
que Adán perdió con su pecado en el paraíso. La gracia es la que
nos da el obrar bien y practicar las virtudes, es por ello que esto
hay que atribuírselo a Dios, más que a nosotros. Aunque Dios no
obra sin nosotros, por ello debemos cooperar a la gracia haciendo
para cada virtud el esfuerzo que requiere. Pero no por ello somos o
pensamos como pelagianos, diciendo que el hombre puede hacer y obrar
las virtudes por la fuerza de sí mismo. Dios es quien da el querer y
el obrar, dice San Pablo. Y esto es lo que no reconoce el fariseo de
la parábola del evangelio de hoy. Él comete la soberbia de mirarse
solamente a sí mismo al rezar, y viendo sus virtudes, piensa que
Dios también deberá verlas, y reconocer todo lo bueno que él hace
por Dios. Es Dios quien debería agradecerle lo bueno que hace. Es
muy distinta la oración del publicano, quien con gran humildad
reconoce su nada y su pecado y pide gracia a Dios. El don de la
gracia es precisamente un dejarle lugar a Dios. El lugar es ese vacío
o nada del hombre para que Dios venga a llenarlo con su presencia
vivificadora. Una vez agraciado, el hombre entonces podrá vivir los
mandamientos y virtudes. Por eso decimos que con la gracia de Dios es
posible, o por la gracia de Dios. Todo lo puedo en aquel que me
conforta dice San Pablo, en contrario Jesús dice en la última cena:
no podéis hacer nada sin mí. Por Él, con Él y en Él, la santidad
es posible, ya que todo es posible para Dios. Para el hombre sólo es
imposible. El hombre podrá hacer cosas naturalmente buenas sin la
gracia, incluso levantar civilizaciones; pero no podrá nunca
alcanzar la cima de la santidad, y de lograr una civilización que
siendo el Reino de Dios comenzado en la tierra pueda llegar a ser un
preludio del cielo, sin la gracia de Dios. Sin la gracia y la
aceptación del Reino de Dios, el hombre lo que ha hecho tal vez en
nuestro tiempo es lograr que el mundo haya venido a ser un infierno
confortable. Pero en realidad estamos llamados a edificar el Reino, y
a que la vida del hombre se de en un modo de preludio del cielo.
Claro que ello será solamente posible si el hombre sigue la llamada
de Cristo: “Conviértanse y crean en el Evangelio”.
Pbro. José Augusto D´Andrea
Capellán Castrense