19 de febrero de 2017. Evangelio según San Mateo 5, 38-48.
Jesús dijo a sus discípulos: Ustedes han
oído que se dijo: “Ojo por ojo y diente por diente”. Pero Yo les digo que no
hagan frente al que les hace mal: al contrario, si alguien te da una bofetada
en la mejilla derecha, preséntale también la otra. Al que quiere hacerte un
juicio para quitarte la túnica, déjale también el manto; y si te exige que lo
acompañes un kilómetro, camina dos con él. Da al que te pide, y no le vuelvas
la espalda al que quiere pedirte algo prestado. Ustedes han oído que se dijo:
“Amarás a tu prójimo” y odiarás a tu enemigo. Pero Yo les digo: Amen a sus
enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en
el cielo, porque Él hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la
lluvia sobre justos en injustos. Si ustedes aman solamente a quienes los aman,
¿qué recompensa merecen? ¿No hacen lo mismo los publicanos? Y si saludan
solamente a sus hermanos, ¿qué hacen de extraordinario? ¿No hacen lo mismo los
paganos? Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el
cielo.
Así
como decimos, con la sana filosofía y con la revelación bíblica, que Dios es el
mismo ser subsistente, también decimos que Dios es el bien, y ser, y bien, aquí
deben ir con mayúscula, ya que en Dios todo es Uno, salvo lo que se opone por
relación personal, y esas son las tres divinas personas. Así como decimos que
Dios es el Bien mismo, Él es bueno con todas sus criaturas, a las cuales ha
creado para que existieran y no para la muerte. Dios nos ha dado todo, en
cambio el pecado es la realidad que nos ha quitado todo, y como único y
verdadero mal, es al que Dios se opone. Dios tiene infinita paciencia con los
hombres, para que estos cambien de conducta y se salven convirtiéndose al
verdadero Bien. El pecado es lo que nos aparta del fin y del bien. La virtud
nos une al fin y al bien. La justicia y la caridad son virtudes, a las que la
palabra de Dios había dado ciertos preceptos en el Antiguo Testamento. La ley
del talión es el ojo por ojo, pero no debía entenderse como la autorización
para vengarse del ofensor injusto, sino más bien como el límite y la medida de
la justicia vindicativa, a la que venía a moderar. Es como si se dijera,
¡cuidado, si te ha sacado un diente, no deberás sacarle más que otro diente! La
justicia de Cristo sube de escala y se coloca en un plano superior,
directamente nos prescribe el no alojar en el corazón el deseo de venganza. Es
más, incluso dice que debemos estar dispuestos a dar más que lo que se nos
exija. El amor al prójimo también ya figuraba como precepto en el Antiguo
Testamento, al cual la enseñanza rabínica había agregado el odiar al enemigo.
Pues bien, Cristo va a extender el precepto de la caridad incluso hasta los
mismos enemigos. Nos dirá que deberemos procurarles el bien a los enemigos. Así
nos dice que llegaremos a ser hijos del Padre. Él es el Hijo de Dios por
naturaleza divina y se hizo hombre para que nosotros podamos llegar a ser hijos
adoptivos de Dios, por la fe y la vida moral cristiana. Claro que ello incluye
el deber de imitar la vida de Cristo. Él lucho contra el mal en el mundo,
cuando le abofetearon, preguntó por qué lo hacían, en virtud de qué obra mala
hecha por él, y si no había hecho nada malo, preguntó al soldado o esbirro de
los judíos que le condenaban, el por qué le había tratado así. Aun así, estuvo
no solo dispuesto a que le abofetearan en la otra mejilla, sino que se dejó
quitar el manto y la túnica como también llevar la cruz por nuestra salvación.
Cristo no quita la justicia legal en el ámbito de la esfera pública o del
estado o en las relaciones internacionales, por aquello de dar al César lo que
es del César. Pero su programa no es político sino religioso, y allí es donde
debe reinar la voluntad de Dios, el Reino de los Cielos, el darle a Dios lo que
es de Dios. Él nos ha enseñado a imitar a Dios, singularmente nos ha revelado
cómo y quién es el Padre, y como quiere Él que seamos nosotros, qué debemos
hacer para salvarnos. Y nos salvamos, o mejor dicho Dios nos salva por su Hijo,
en la vida interior del Espíritu Santo, que nos mueve a ser santos y perfectos
como es el Padre.
Pbro.
José D´Andrea
Capellán
Castrense