Homilía en la Misa de Apertura de la 59° Peregrinación Militar Internacional al Santuario de Lourdes, Francia


24 de mayo de 2017. Homilía[1] de Mons. Luc Ravel, Arzobispo de Strasbourg y Administrador apostólico de la Diócesis Castrense de Francia en la Misa de apertura de la 59° Peregrinación Militar Internacional al Santuario de Lourdes, Francia, del 19 de mayo de 2017.

“Si alguien me ama... Aquel que no me ama... Si ustedes me aman...” Jn 14 (Evangelio del día)

Estamos en la Última Cena: tres veces Cristo les pregunta a sus discípulos sobre el amor que tienen para con El. También después de su resurrección, en el borde del lago de Galilea, interroga a Pedro por tres veces: “¿Pedro, me amas?” (Jn 21)
Una terrible pregunta podemos hacernos: ¿Amamos a Cristo? Él ama entrañablemente a cada uno de nosotros. ¿Pero esto es recíproco? Indaguemos en esta pregunta dejándola rodar en nuestro espíritu: como Pedro, seguimos [a Cristo] en el camino de la vida. Al igual que Pedro, ¿creemos en su Señorío? Así como Pedro, somos examinados por Jesús: ¿me amas?

De la fe en El hasta el amor por El 
En razón de que fuimos bautizados o porque nos reencontramos con Él, la fe nace en nosotros. La fe es un conocimiento, incluso aunque se trata de un conocimiento dado. Sin embargo, podemos conocer sin amar. Podemos seguir a un hombre porque él inspira confianza. Ya sea por el ejercicio del mando o por la experiencia. Pero sin necesidad de amarlo. Del mismo modo, podemos por la fe conocer a Cristo sin motivarnos por él, sin percibir una real emoción por él. Ya que el amor no se detiene en la emoción, ni la elimina: ternura, simpatía, amabilidad, dedicación, deseo... una multitud de sentimientos y emociones acompañan el amor. De lo contrario, sentiremos interés en una persona pero sin quererlo todavía.
Amor presupone un cierto conocimiento del otro. Pero, a menudo, el amor desborda rápidamente ese conocimiento. El conocimiento del otro toma su tiempo y, a veces, toda una vida no es suficiente para sondear los secretos del corazón. Pero el amor va más rápido y más lejos que los conocimientos. En un campo de batalla, se puede dar la vida por un camarada sin conocerlo realmente. En el ámbito de la familia, se ama sin estudiar al otro desde todos los ángulos.
Esta diferencia entre el conocimiento y el amor renueva la pregunta de Cristo: "¿Tú crees verdaderamente en mí, no lo dudo, pero realmente me amas?"

Amar lo Invisible
Una gran dificultad para amar a Cristo es que no lo vemos. Nuestro conocimiento por la fe no supone una visión a través de los ojos. Todo se complica: conocer no es amor. Pero, además, en la fe, ¡ese conocimiento no nos produce el ver a Cristo! ¿Cómo podremos amarlo si no lo vemos?
Volviendo a la verdad: que lo invisible no es lo irreal. Ni ineficaz. Ni inimaginable. Lo invisible atraviesa nuestras vidas y deja sus efectos visibles. Hasta el punto de que podríamos establecer la fórmula: lo invisible, es esencial para el corazón. Pensemos en el amor de nuestra esposa es invisible pero muy real.
Y si Jesús es para nosotros, hoy, conservado en el lugar de lo invisible, sin embargo se ha mostrado a sus discípulos que han dado testimonio de Él. Esta memoria se mantuvo viva y se guarda, y se extiende por los siglos. Este Invisible divino ha cambiado muchas vidas antes que la nuestra y nos podemos confiar en estos testigos de la historia sagrada.
Faltando la posibilidad de ver, para amar al Invisible divino, tenemos que reconocer sus signos. Ya que el signo está en sus acciones. El deja sus huellas visibles. Y regala la posibilidad verlas y leer en ellas. ¿Quién tiene derecho a exigir ver señales si estamos ciegos? ¿Quién puede reclamar entender si están en un idioma desconocido? Sin embargo, la capacidad de ver es inútil si no abrimos nuestros ojos. Para reconocer los signos del Invisible divino, tenemos que tener la actitud del cazador. El avanza por lo descubierto por su mirada, nada lo distrae de su búsqueda a partir de la huella que ha encontrado en el seguimiento de la presa. La observación de aquellos signos del Cristo invisible.

Los signos del Invisible divino por amor a Cristo
Hay dos tipos de señales que nos llevan a amar a Cristo como nuestro mejor amigo, como nuestro único Salvador.
Por encima de todo, está el gran signo dirigido a todos. El signo de su gran acto de amor por nosotros. San Pablo no encontró a Cristo en su paso por Galilea. Él lo encontró en el camino de Damasco. De todos modos, exclama: "...la vida que sigo viviendo en la carne, la vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí." (Ga 2, 20) La memoria de la Iglesia está todavía fresca. Todo el mundo sigue hablando de aquel sacrificio de amor en la oscura tarde en Jerusalén. Los cristianos aceptan el sufrimiento porque todos vieron el sufrimiento ofrecido por ellos. Y el recuerdo de ese amor rasga los corazones. Siempre que esta memoria nos falla, nuestra fe, aunque es muy real, se vuelve fría. Los primeros padres lo han comprendido: ellos nos dejan el signo de la cruz y nos convocan a hacer memoria a menudo e intensamente en la pasión de Cristo. Por lo tanto, desde los primeros siglos, el Viernes Santo contemplamos y adoramos la Cruz después de escuchar la historia de la pasión. Con ese mismo sentir vamos a retomar esa contemplación del camino de la cruz y sus catorce estaciones. Paso a paso, el discípulo se introduce en esa realidad que toca el corazón: ¡El se entregó por mí!
Luego están los signos, en plural, dirigidos a cada uno de nosotros. Estos signos son parte de nuestra existencia y marcan una alegría singular. 
Esta alegría es el mejor indicador del amor de Cristo por nosotros. Esta alegría no aparece igual que las demás, a menudo separadas de todo sufrimiento. Ella marca un verdadero gozo, pero un gozo que se desprende de la entrega de sí mismo. Una felicidad compartida de sufrimientos y preocupaciones. Una felicidad teñida de angustia. Una felicidad marcada por tensión y sacrificio. 
Ver a este hombre que acepta a morir por su hermano: ¿cómo su hermano no podría cubrirse de tristeza? Pero al mismo tiempo, conserva el gesto de amor. Se descubre el valor que tiene el que otro se entrega a la muerte por él. Este es un acto último y raro, excepto en tiempo de guerra. Pero nuestra vida nos ofrece experiencias similares en los que reconocemos el milagro de Amor eterno: 
Esta alegría tenaz en nosotros que nada doblega mientras que las amenazas acechan a nuestro alrededor. ¿De dónde viene ella? Este amor de un hermano capaz de perder por nosotros algo de sí mismo. ¿De dónde viene? ¿Esta capacidad de volver a la vida cuando todo parece romper nuestros sueños, nuestras familias, nuestros negocios? ¿De dónde viene ella? ¿Estos testigos de Dios dejando todo para seguir a Cristo en un monasterio o una misión? ¿Donde tienen su origen? 

Conclusión:
¿Podemos medir nuestro verdadero amor por Cristo? ¿Están allí, y si es así en qué grado? Volvamos a nuestro corazón, ya que es el ardor de nuestro corazón el que revela el amor que tenemos por Cristo. 
Y ese ardor interior se expresa inevitablemente en el fervor. El fervor de la fe: una fe que no hace preguntas. ¿Quién se levanta temprano en la mañana para orar? ¿Quién no llorisquea por los esfuerzos? ¿Quién rescata la intensidad de la gracia? Ciertamente una iglesia sin fervor, es un cristianismo sin ardor. Se quema pero no se enciende. Se quema pero no produce calor. 
Imploremos el amor por Cristo.
Pidamos ese fervor para nosotros y nuestras comunidades. 
 Luc Ravel
Arzobispo de Strasbourg
y Administrador apostólico de la Diócesis Castrense


Texto originalHomélie du Messe d’ouverture du 59ème PMI



[1] Traducción libre realizada por el Capellán Mayor del Ejército Argentino, Pbro. Oscar Ángel Naef.